Un silencioso espacio verde abrió sus brazos esa tarde y me
permitió entrar a su mágica esencia. Me senté debajo de un frondoso árbol y
sentí la inmensa necesidad de recostar mi cuerpo entre la grama que ahí estaba
presente. Al principio me sentía nerviosa, incomoda y a la expectativa sobre el
lugar que estaba visitando pero a medida que las hojas chocaban con el viento y
que el cielo mostraba su hermoso azul, los nervios fueron desapareciendo y el
sonido de pequeños pájaros llamaron mi entera atención.
No estaba ahí sentada por casualidad, esa mañana había
sentido la necesidad de contemplar y respirar a la naturaleza. Esa mañana había
encontrado un sitio donde podía refugiarme y esconder mis miedos. Estaba en un
sitio enteramente nuevo para mí y sentía que tenía que encontrar un lugar donde
pudiese explorar la serenidad. No era fácil estar en un sitio
desconocido y sola, pero ese espacio verde me brindo la oportunidad.
En
un momento mientras observaba, me
levanté y me senté de espaldas al grandioso árbol que me prestaba su sombra y
ahora sus pies. Me recosté y pude contemplar todas las otras zonas verdes,
tranquilas y armoniosas que ante mis ojos se desplegaban. Me sentía en medio de
un bosque frondoso pero sin miedo de que algún animal me atacara.
Detallé
cada cosa que tenía al frente y pensaba cómo este lugar podía existir al otro
lado del ruido, al otro lado de la vida estresante y cotidiana. Supe entonces
que este sitio era necesario para todos aquellos que a veces buscamos escapar y
descansar.
Toqué
con curiosidad el tronco del árbol y sentí entre mis dedos la verdadera
naturaleza de la madera, no ese trozo de material elaborado que esta en
cualquier oficina o lugar de trabajo, toqué en realidad la madera con hojas,
con hongos, con vida dentro de ella y admire cómo ese trocito de bosque olía
tan profundo. Confieso que lo olí muchas veces, como buscando que su perfume a
humedad se pudiese acabar pero yo sabía que ese olor era propio y que todos los
elementos presentes contribuían a ello. Hurgué entre el tronco varias veces y
sentí que cada pedacito era mucho más especial.
Fue
ahí cuando me pregunté si todos los arboles del mundo se sentirían igual.
Volví
a recostar mi cabeza contra la grama y el fango del sitio, confieso que el
suelo no era totalmente verde, pero no me importo manchar mis ropas igual la
tierra se veía seca.
Duré
largo rato observando como las ramas de este árbol y otros arboles vecinos,
dibujaban un espacio dentro del cielo. Era como si estuviesen creándole un
marco al celeste océano que desde arriba se vislumbraba. Vi por muchas horas
las ramas moverse, danzando de una manera especial por que seguían el ritmo de
la brisa que al chocar con las hojas caídas y las hojas aun en sus ramas, me
hacían sentir en un lugar tranquilo. No necesite música para imaginarme una
melodía, no necesite entender sus pasos para observar que todo este movimiento
y espectáculo coordinado, sucedía poco a poco mientras yo lo desvelaba ante mis
propios ojos.
No
sé cuanto tiempo pasé observándolos bailar, pero recuerdo que cuando abrí mis
ojos había transcurrido mucho tiempo y las gotas de un cielo que antes era
azul, ahora caían en mis mejillas y en mi ropa. Sentí como si el bosque
iniciaba otro rito mágico y yo despertaba a tiempo para verlos bailar.
Mientras
la lluvia iba inundando los arboles, las flores, los caminos y mi cabello, el
ambiente se sentía diferente, pesado, tenso, frío. La brisa ya no soplaba
cantándole melodías a las ramas sino que demandaba algo de fuerza y dominio. La
tierra desprendía un nuevo olor que celebraba el refrescamiento de sus raíces y
los patos que horas antes habían caminado entre la pequeña laguna, ahora
corrían desesperados por encontrar un lugar de refugio, así como el lugar que
yo necesitaba cuando encontré este jardín.
La
naturaleza necesitaba refugiarse de un instante de lluvia, pero muy en el fondo
buscaba recibir con serenidad el agua que desde el cielo, llenaría sus hojas y
sus raíces de vitalidad. Fue entonces cuando decidí emprender mi camino de
vuelta, sentándome por un instante en los bancos de cemento más cercanos y
dejando mi mirada fijamente en el bosque que había descubierto, en el inmenso
jardín que hacía del lugar adyacente un verdadero paraíso terrenal, donde el
tiempo no era limitante, donde los sonidos eran únicos y agradables a mis
oídos, donde los animales convivían sin alterar mi presencia, donde las plantas
dejaban que yo las viera y no se sentían maltratadas, donde no reinaba lo
humano y sólo reinaba la verdadera paz.
Pude
ver un Arcoíris asomarse entre las altas ramas del sitio, justo cuando había
decidió retirarme. No le temía a la lluvia, no le temía a la frialdad del agua
pero sentía que podía enfermarme. Aun así, me detuve y pude contemplar un
pedacito de arcoíris aunque confieso que fue difícil observarlo entre las gotas
y el sol que se escondía. Sin embargo ese día con mis cortos 18 años, pude ver
un paisaje totalmente diferente al que imagine encontrar en un valle tan
cercano a la concurrida ciudad.
Son
numerosos los elementos que componen este espacio, son grandes arboles,
plantas, flores, grama, lagunas, patos, tumultos de tierra con vegetación,
pequeños puentes, bancos, etc. Sin embargo los elementos mas representativos
están en el silencio y la tranquilidad que todos ellos combinados me ofrecieron
esa primera vez. Vale acotar que quede impregnada de todo eso y en algunas
ocasiones voy y recorro ese bosque para recordar la primera vez y para volverme
a sentir serena, sin preocupaciones, en paz. Y aunque este hermoso jardín o
pequeño bosque, la mayoría del tiempo está solo, yo siempre que llegó cerca de
él, lo observo detenidamente, lo recuerdo, lo siento invitarme a descansar en
el. Hay momentos que miro con terrible envidia como algunas personas lo
recorren sin prisa y sin preocupaciones, tal cual como yo lo hice esa primera
vez.
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