jueves, 12 de agosto de 2010

El Sauce del Mar



Han pasado cinco años y él todavía sigue pensando en ella, en su ternura, en su dulzura, en sus ojos, en sus olas. Se lleva la mano a la frente y lamenta haber tenido que marcharse para continuar sus estudios y piensa de vez en cuando en ese Puerto, en esos barquitos de pescadores, en esos años, en esas casas de colores, en esos balcones. Tiffany tenia catorce años y estaba apunto de cumplir sus quince primaveras, él le llevaba dos años de experiencia y un mar de sentimientos guardados entre sus redes.

Era ahí entre esos botes, entre esas hileras de casitas, entre el bosque marino y las rocas, donde se habían cruzado sus miradas. Fue una tarde donde el cielo no se contuvo y no paro de llorar, ella estaba sentada en el balcón principal de su casa, encerrada entre las roídas rejas de su balcón observando el tranquilo océano que se desplegaba en todo el horizonte, Tiffany cantaba melodías de viajeros que se van y regresan; él estaba llegando en su bote al Puerto Del Rivero, acompañado de millones de peces, de la brisa tranquila, de las olas pasivas y de su viejo bote. Volteo por un segundo a mirar a la joven que cantaba, la vio llena de la luz del atardecer y tan radiante como una estrella que se quedo hipnotizado ante ella, Tiffany lo había visto llegar minutos antes, era él el señor del mar que llegaba en busca de nuevas aventuras, de un nuevo amor. Las olas del mar rugían de repente, como nunca lo habían hecho, los peces saltaban agitados para salir y contemplar a la dulce joven sonrojarse junto al anaranjado atardecer. La brisa del puerto se tornaba dulce y pegajosa, los árboles danzaban libremente moviendo sus ramas de un lado a otro acompañando los cantos de la doncella y de los pájaros, que consternados por este encuentro, no paraban de cantar.

Yacían muchos años que nadie se veía embrujado por el Amor que el Puerto Del Rivero, regalaba a sus viajeros y a sus mujeres. De hecho se había creado toda una historia años atrás, donde se contaba que toda mujer del puerto encontraba a su amor verdadero, cantando tonadillas en el atardecer, mirando el mar, mirando el Sol, mirando al más allá. Según contaba la historia en el Puerto habitaba el alma de una hermosa mujer que siglos atrás había vivido en ese sitio, por motivo de su matrimonio con el capitán de un barco muy importante y ella siempre le dedicaba melodías a su esposo y esperaba día a día a que él llegara de sus viajes y de sus travesías por el implicante mar. Pero sucedió que un día él capitán no llegó y pasaron las horas, los años, los días y la bella mujer nunca dejo de cantar, siempre debajo de su balcón, siempre abanicando todo al pasar. Motivado a esto se creo esa leyenda donde se decía que la dueña del puerto o la mujer del mar, ayudaba a las mujeres del lugar para que se reencontrarán con su amor verdadero y así mientras ella esperaba a su esposo, a su otra mitad; contemplaba el amor de los jóvenes enamorados y vivía ese romance sin cesar.

Rodolfo y Tiffany se miraron un largo rato hasta que el radiante Sol se escondió, sonrieron dulcemente y sintieron como el mar los aplaudía, como las paredes de las casas se volvían frías y a la vez cálidas, llenas de emoción. Sentían como las redes de Rodolfo pedían a gritos ser liberadas, como los árboles de las esquinas los miraban y miraban, sentían como los pasos del camino les recordaban que ellos ahora trazaban una historia, una nueva huella en el mar.

En ese primer encuentro no llegaron a cruzarse las palabras de estos dos, sin embargo las sonrisas y las miradas nunca faltaron. Pasaban los días y ellos, sin ninguna cita previa, siempre sabían donde encontrarse y a que hora llegar.
Tiffany siempre estaba ahí sentada entre las callecitas que separaban el puerto del mar, llevaba vestido y medias largas, una simple cola en el pelo y una pulsera de conchas marinas que él decidió regalarle un día. Rodolfo trabajaba como pescador en las tardes, luego de que salía del colegio, ayudando a su padre para reunir dinero para irse a la gran ciudad, él soñaba con estudiar todo sobre las estrellas y pasaba muchas horas de la noche contándole a Tiffany los nombres y las ubicaciones de ellas. Ella todavía estaba en el colegio pero le faltaban unos años para terminar, soñaba con ser actriz, de hecho en cada obra del instituto participaba y era la mas elogiada del lugar. Eran muy pocos los chicos que al terminar la secundaria se iban del puerto, puesto que muchos se quedaban alimentando el turismo o simplemente admirando las bellezas del lugar que a tan solo unos pocos lograba enamorar , año tras año.

El Atardecer del Rivero los mantenía cada vez mas unidos, las historias de los ancestros y las fabulosas leyendas los hacían sorprenderse, los conservaban amándose entre miradas, entre pequeños gestos de amor. Cada tarde el Sol se ponía de acuerdo con la naturaleza del puerto para que ella les regalara inmensas manifestaciones de alegría y que junto a sus encuentros ellos gozaran del tiempo y de la lozanía del mar. Cada vez que ellos se encontraban en el mismo sitio del puerto, en una esquinita donde el farol de la noche alumbraba incesantemente y donde acostumbraban a sentarse a esperar, bajo las enormes raíces de un árbol, el poder contemplar todo el océano y las estrellas y junto a ellos se desprendía una fiesta de sonidos y colores regados por el cielo. Ellos sentían que algo más allá los quería mantener siempre unidos, siempre juntos, siempre ahí. Era como si su amor en ese borde del lugar, pudiese ser posible en todo lo ancho del Mar y como si el tiempo para ellos fuese eterno. Una que otra vez oyeron susurros y canciones al oído de voces que no conocían, de capitanes que no veían.

Ahora que la noche llegaba y el Sol se oscurecía, Rodolfo manejaba su bote y sentía su corazón palpitar por la llanura del Océano, sentía que todos esos viejos recuerdos volvían a ser parte de él y que seguramente ella estaría ahí, cantando y cantando, esperando por él.
Sorpresivamente mientras el bote se acercaba, él empezó a notar que el mar ya no era tan joven y que ese radiante color azul que años atrás permitió que ambos enamorados se reflejaran en él, ahora se había oscurecido, volviéndose tan negro como el cielo y tan bravo como un perro. De hecho los peces no llegaron a saludarlo ni tampoco la brisa de los árboles se podía sentir. De lejos podía notar que las casitas de colores habían sido teñidas de olvido y de soledad y que solo se vislumbraba el pasado en ellas y nada más. Miraba entonces Rodolfo desesperado los balcones y notaba que estaban vacíos, como nunca antes en el puerto eso pudo pasar. Vio como los helechos cubrían el piso del ancladero indicando que los años habían pasado y lo viajeros habían olvidado el puerto de la felicidad.

Detuvo el bote un instante y miro detenidamente hacia la esquinita donde él y ella vivieron su romance años atrás, ahí donde el farol nunca los abandonó, ahí donde tantas veces él la llego a buscar y donde muchas horas pasaron contando las olas, las estrellas y los pájaros al pasar. Ahora ese sitio estaba totalmente abandonado. Vacío. Y había sido ahí, en ese lugar del Puerto Del Rivero, donde un día leyendo unas oraciones que ella encontró en un viejo libro, decidieron casarse a su manera, entre Sauces y Estrellas, entre Conchas y Piedras, entre sueños y el Mar. Y Fue ahí, en una tarde de primavera, donde habían grabado sus nombres dentro de una estrella jurando que su amor estaría por siempre ahí, esperando por ellos.

Muy lentamente brotaron unas cuantas lágrimas de los ojos de Rodolfo, como perlas del mar. Su corazón estaba agitado y sus piernas temblaban, aun no sé si de frío o de nerviosidad. Había sido ahí donde habitaba el gran árbol, ese Sauce del mar, que muchas veces los abrigó y les tendió sus manos para descansar. Ahora ese árbol yacía tumbado en el olvido. No había rastros de él. Y con la muerte del Sauce había ocurrido la muerte de ellos.

Inmediatamente Rodolfo desembarco de su bote, mojando sus zapatos nuevos y su camisa de seda. Dejo el barco anclado en medio del desértico mar y atravesó las oscuras aguas del océano. Piso las piedras y en vez de gritar Tierra, sólo se puso a llorar. Fue entonces cuando al acercarse a la pequeña ladera donde una vez estuvo su enamorada junto al Sauce del Mar, encontró enterrado entre el suelo un trozo de madera en forma de estrella, que cubría un gran cuadrado del piso del pueblo. Junto a la estrella estaba una cruz y unas escrituras. Leyó detenidamente y al fin entendió que ahí, debajo de sus pies, estaba ella.

2 comentarios:

  1. En la inmensidad del internet encontré tu blog, no esperaba toparme de nuevo contigo, pero así ha sucedido. Me encantaron tus escritos, claro algunos más que otros. Te dejo mi dirección para que también, períodicamente, visites el mio. Saludos. http://orbituarios.blogspot.com/

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  2. No imagine que tu leyeras mis simples escritos o que aparecieras en este portal hacia mi alma. Muchas Gracias por comentarme y tomarte la molestia de leerme. Me siento Halagada! Saludos!

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